3 de octubre de 2006

Para ti...Jurgen

¿No se ha fijado usted? Algo ocurre en nosotros los ticos, a la media tarde, que nos hace buscar como desesperados un sitio para irnos a sentar delante de un buen café.

Una tarde de estas, calurosa y húmeda, con amenaza de lluvia, elegí el rincón más alejado de una soda, de las más tradicionales, allá por los alrededores del hospital San Juan de Dios y la Coca Cola.

El humeante café estaba servido y mientras rompía las bolsitas del azúcar, observé con el rabo del ojo a un niño, de quizá ocho años que entró sosteniendo en sus pequeñas manos un puñado de lápices.

De inmediato escuché dentro de mi una voz (¿la habrá oído también usted?) que me dijo: «¡QUE TIRADA, YA NO PODES VOS NI SENTARTE TRANQUILO A TOMAR UN CAFE CUANDO APARECEN ESOS CARAJILLOS VENDIENDO COSAS!»

En eso el salonero me trajo un sabroso sandwich o «sanguche», como decimos aquí, y con todo y café me metí en una especie de vaporosa y cerrada burbuja, a lidiar con mis pensamientos.

Instantes después escuché un ruido a mis espaldas, una especie de forcejeo que atrajo mi atención: un señor le había dado dinero al niño, pero no aceptaba de éste el lápiz de colores, alegando que no lo necesitaba.

Fue entonces que observé la actitud digna del pequeño, que daba a entender con sus gestos que no buscaba que le regalaran plata, sino vender las escasas unidades de su producto.

En fracciones de segundo tenía a ese niño al frente, con su mirada tímida saliendo de debajo de una gorra azul, y volví a escuchar esa voz inconfundible que usted también escucha (¡ahhh, mmm, y no me diga que no!), retándome: «¡QUE JODEDERA LA DE ESE CARAJILLO, ANDA DECILE QUE SE VAYA AL CARAJO!».

Miré ese rostro pálido, los bracitos como hilos y esa mirada de una ternura sin límites, y sentí que el corazón se me deshizo como si fuera de mantequilla. Internamente respondí a esa voz interna -que Ud. escucha y conoce bien... (y hasta le hace caso)- con un «¡CALLATE YA!».

Busqué maquinalmente la moneda de cien, se la entregué al pequeño y acepté de buena gana el lápiz con la sonriente imagen multicolor de creo, Bob Esponja. El trato estaba saldado y el chico se alejó, ofreciendo de mesa en mesa, insistiendo, como buen vendedor.

«Oye vení acá ¿me podrías acompañar?», le dije y el niño con curiosidad aceptó.

-Me llamo Jurgen. Señor, yo le agradezco, pero ¿usted me dejaría compartir eso con mi hermanita que está allá afuera?
-Claro Jurgen, vaya y la llama.

El niño fue, pero la niña quizá andaba por otro lado, ofreciendo lápices y de regreso, mientras se acomodaba, decía, como para si «yo creo que a ella no le gustan los sanguches, seguro por las salsas».

Jurgen vive allá a muchos kilómetros al este, por Cartago, en «El Proyecto», un lugar lleno de historias, del que me habla como si también a mi me fuera familiar.

Lo de la venta de los lápices lo realiza después de ir a la escuela. El y su hermanita se vienen muy temprano, adquieren la «mercadería» por ahí, a un precio de seguro bajísimo, como para tener alguna ganancia vendiéndola a cien.

Mientras se tomaba el refresco, Jurgen se levantó un poquito más esa gorra, detrás de la que oculta sus ojos color miel y mirándome fijamente preguntó con inocencia: ¿Verdad señor, que usted es un siervo de Dios?

Un nudo en la garganta me apretujó el último pedazo del sanguche... se me nubló la vista... y ensayé una respuesta a como pude: «Si... Jurgen, yo soy un... siervo de Dios, pero no soy yo el que lo estoy bendiciendo a usted, al contrario, es usted el que me bendice a mi».

Si usted que lee esta nota está disfrutando de un buen plato, y en eso llega un niño a ofrecerle lápices de esos coloridos, le suplico no le haga caso a esa voz de la que le hablé, y a la que parece no gustarle los niños, ni los lápices de Bob Esponja.

Y si ese niño de casualidad tiene una gorra azul y se llama Jurgen, el que vive allá arriba, en «El Proyecto», dígale que una tarde de estas le estaré esperando en el mismo lugar, para que Dios me bendiga de nuevo con su compañía. Luis Fernando Mata.

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