Luis Fernando Mata
Un día venía caminando por la acera sur del Banco de Costa Rica, mejor conocido en San José como el Banco «Negro», cuando en eso me topé con una muchacha que me dirigió una bella sonrisa.
A la fecha de hoy, quizá veinte años después, no recuerdo cómo era esa muchacha, si era bonita o fea, alta o chaparra, gorda o flaca, negra o blanca; pero lo que me quedó muy claro fue el efecto transformador de esa espléndida sonrisa.
Después de que recibí esa brevísima descarga de afecto, tuve plena conciencia de lo tensa que llevaba mi cara: el ceño totalmente fruncido, remarcadas las líneas de expresión; los dientes apretados; las cejas arqueadas y los ojos llameantes con expresión dura, como si tuviera delante a un enemigo.
A partir de ese día me di a la tarea de destensar al máximo mi cara y suavisar la expresión, mientras observo a la gente en las aceras, en los asientos de los buses o sentada en las bancas de los parques, quizá instintivamente buscando en algún sitio a la joven de la sonrisa reconfortante.
¿Pero qué fue lo que encontré? Gente de expresión fría, agria, rostros que de tanto hacer mala cara se quedaron así, como la tinaja, después de que el alfarero la saca del horno y la enfría.
¿Ha visto usted esos limones agrios que se quedan en la refri por mucho tiempo? Al sacarlos no sirven ni para fresco, porque están completamente deshidratados, la cáscara dura y arrugada en extremo. Así lucen nuestras caras cuando no hacemos ni el menor esfuerzo por sonreír.
Y fue precisamente en los años ochentas que alguien, ignoro quién, acuñó en nuestro país el verbo ENJACHAR, para definir ese estado del rostro, en el que se refleja al máximo todo el odio, la frustración y hasta la maldad de un corazón maltratado por la vida.
¿Por qué la sonrisa de esa joven me impactó tanto? Sencillo: porque era quizá la única, en medio de un mar de caras agrias, preocupadas, tensas y amenazantes.
No hay que ser un experto en comunicación, para saber que hay caras con una expresión tan terrible que, sin pronunciar palabra, son una declaración de guerra.
Sé de personas, no sólo que gustan de «enjachar», sino que como no pueden ladrar a todo el que pasa, se compran un perro para que lo haga.
Y es que no se trata de andar, de aquí para allá, pelándole los dientes a todo el mundo con sonrisas fingidas. No. Se trata de por lo menos preocuparnos por NO ENJACHAR a todo aquel que se nos cruza por el camino, como si tuviera la culpa de nuestras frustraciones.
Siempre he pensado que un rostro inundado de paz y amor es aquel que ha sido regado muchas veces con lágrimas. No siempre el que sonríe es porque le va bien en todo, al contrario, una persona fuera de lo común es aquella que tiene el coraje de sonreír, aún cuando todo se haya derrumbado en su vida.
La sonrisa, gracias a Dios, no es un monopolio de los rostros hermosos. Yo recuerdo un famoso anuncio de la Coca Cola, donde aparece una viejita con un sólo diente, pero tan sonriente que parece irradiar luz.
Desde hace varios días el Canal 7 ha lanzado una reconfortante campaña, precisamente en el sentido de ver lo hermoso de la vida, se llama «Volvamos a construir esperanzas».
Siempre que miro ese corto de televisión tan bellísimo, espero con ansia el momento en que aparecen todas esas personas sonriendo, especialmente la muchacha que está pintando, y que tiene una sonrisa idéntica a la que me cambió la mentalidad, hace veinte años.
Cada vez me convenzo más de que el mandamiento número trece debería ser, algo así como «¡NO ENJACHARAS!».
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