PRIMERA PARTE...
“¡Juntennn esta cochinadaaaa!” gritó Tranquilino Cocoduro al momento de lanzarse desde la azotea del edificio en donde trabajamos. Al darse la voz de alerta, todos corrimos escaleras abajo, con la esperanza de asegurar un sitio preferencial entre los curiosos. Por su parte, las secretarias no paraban de aullar histéricas y los jefes, trataban en vano de restablecer la calma en sus oficinas.
A tranquilino, o más bien, a lo que quedó de él, lo encontramos tirado en media calle, rodeado de asombrados transeúntes. Una señora yacía desmayada en la acera por la impresión que se llevó.
Alguien, voluntariamente, se hizo cargo de desviar el tránsito y sólo se permitió el paso a un periodista de la televisión, a quien escuché decir en voz baja al camarógrafo: “mae, enfoque bien al occiso desde este ángulo, para que se le vea bien la cara de tortilla. No te olvidés del charco de sangre, de los sesos y de aquella oreja que está a la par del caño”.
Pancracio, un compañero de nuestra oficina, se acercó lo más que pudo al cadáver, en tanto le rogaba al camarógrafo “enfocame a mi también, para que me vea mi abuelita allá en Coyolillo de Chirraca”.
En eso llegaron los investigadores con sus lupas y libretas. Una docena de hombretones despejaron la zona y uno de ellos, con cara de limón agrio, me volvió a ver como si hubiera sido yo quien empujara a Tranquilino. Luego, de un empellón me corrió mientras gritaba: “aquí no venga a estorbar roquito, si no quiere que me lo cargue”.
Luego, mientras recolectaban indicios y metían a nuestro compañero en una bolsa plástica, vendrían los comentarios, las conjeturas que todos nos hacíamos en la oficina; pero, tratándose de alguien como Tranquilino, era muy difícil adivinar las causas que lo obligaron a tomar tan fatal decisión.
Porque Tranquilino, como su nombre lo dice, era un ser pacífico, menudito, responsable en extremo y sobre todo, muy servicial; tenía un amor profundo por todo lo que sonara a rectitud, apego a la ley y sobre todo, a los derechos del prójimo. Desde hacía treinta y cinco años era nuestro compañero de trabajo y aparte de eso, lo único que recordábamos es que vivía solo, allá por Corralillo de Tucurrique.
Ese mismo día, los investigadores cayeron como nube de zancudos en nuestra oficina: revisaron desde el escritorio de Tranquilino, su vieja máquina de escribir Remington, hasta el termito que usaba para traer el almuerzo.
Después que se marcharon, don Severo, nuestro jefe, me ordenó que me trasladara al escritorio de roble del infortunado, para que el mío, bastante comido por el comején, lo llevaran a reparar.
(VER SEGUNDA PARTE...)
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