De Sylvie Gruszow
«Mi madre me ha recomendado que tirase todas mis cacerolas de aluminio. Lo he hecho sin saber realmente el porqué.» «Parece ser que el aluminio de las cacerolas contamina los alimentos y provoca senilidades precoces». «Sabe usted, hace mucho tiempo que todos mis utensilios de cocina son de acero inoxidable». Las confidencias captadas aquí y allá oscilan entre la superstición y la militancia. ¿Cuándo y cómo nació el rumor? Es difícil poner una fecha a este fenómeno. Lo cierto es que, a mitades de los años 1980, un considerable número de cacerolas ya habían ido a parar al cubo de la basura.
En los medios de comunicación podrían estar en el origen de la alerta: ellos podrían ser los que incitaron a las amas de casa a eliminar el aluminio de la cocción y la conservación de los alimentos. Un consejo bastante difícil de seguir, puesto que el aluminio, abundante en los suelos, las arcillas, los minerales y las rocas, ha emigrado al aire, al agua y, finalmente, a casi todos los alimentos. A principios de los años 1990, nadie hablaba ya del aluminio. Fin del primer acto.
Enero de 1997: los medios de comunicación se interesan de nuevo por el tema. La emisión estrella de la televisión belga Autant savoir inaugura el año con un reportaje titulado «Aluminium folie». Todos los elementos aparecen reunidos para reanimar la alerta: primero, una controversia científica alrededor de un riesgo (¿produce el aluminio lesiones cerebrales?), segundo, numerosas víctimas potenciales, tercero, un responsable: la industria del aluminio. Dos científicos en bata blanca contaron -con el soporte de ratas, microscopios y ordenadores- cómo el aluminio penetra en el cerebro y cómo se muere por ello. Frente a ellos, el representante de la Asociación Europea de los Industriales del Aluminio propuso otra versión: «La mayoría de investigadores no encuentran ningún vínculo causal entre la absorción de aluminio y la aparición de lesiones cerebrales». Menos preparado y, por tanto menos persuasivo, el hombre ignoraba sin duda que había caído en la trampa.
La manera en que se trató este reportaje destinado al gran público y difundido en una hora de gran audiencia es interesante. El objetivo fijado era relanzar una alerta y, eventualmente, inclinarla hacia lo que los especialistas del riesgo llamarían voluntarios de un asunto. Ante todo, se trataba de maximizar el riesgo evocando su posible extensión a un sector entero de la población (¿quién no ha cocinado en aluminio?). En definitiva, nada hay de original en ello... a no ser por un elemento suplementario que ha llamado nuestra atención: si hay que creer en los titulares, este reportaje había recibido el soporte de la Unión Europea. ¿Es que en 1997 los expertos europeos han reconocido la toxicidad del metal blanco? No obstante, respecto a su presencia en el agua para beber, el discurso oficial de la Comisión es taxativo: «A diferencia del plomo, el aluminio no está reconocido como sustancia tóxica», informa un agente de la DG XI. «Los ministros europeos del medio ambiente han llegado recientemente al acuerdo sobre el valor límite de 0,2 miligramos por litro en base a las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Pero sólo se trata de un parámetro indicativo. Es decir, puede superarse.»
Volvamos a la fuente de la información. Sobre el mismo tema, la posición de la OMS es ambigua. «Teniendo en cuenta la incertidumbre de los resultados sobre el hombre y teniendo en cuenta las limitaciones del modelo animal, hoy todavía no es posible establecer un valor de guía para la concentración del aluminio». Publicado el abril pasado, el informe está destinado a actualizar la Guía de la OMS sobre la calidad del agua. Se examinan todas las sustancias orgánicas e inorgánicas presentes en el agua para beber. Sorpresa: el aluminio es el único elemento inorgánico al que no se le atribuye un valor límite. El boro, el cobre, el níquel, los nitratos y los nitritos, e incluso el uranio, tienen uno. ¿El aluminio es tóxico para el hombre? «Hay una falta de información sobre el tema», reconoce uno de los expertos de la OMS, «y por esto no se ha definido ningún valor límite». «No disponemos de ninguna base científica que pruebe la toxicidad de este metal. De todas maneras, más allá de un cierto valor, el agua de distribución se hace turbia y el consumidor no la bebe», constata la Sra. Galal-Gorchev, secretaria de la OMS en la división de Salud Pública y Medio Ambiente.
¿Existe una controversia entre los expertos? Es imposible obtener otras informaciones. Para más información, sólo queda una solución: remontar el rumor, es decir, volver a los textos originales, a los artículos primarios de los equipos que trabajan sobre el tema desde hace unos veinte años. Fin del segundo acto.
En principio, en esta historia hay una acusación. En 1997, el aluminio es considerado por varios científicos como un importante factor de riesgo de las demencias seniles y de la enfermedad de Alzheimer cuando es absorbido por el organismo (véase el recuadro «Alzheimer: síntomas de los factores de riesgo»). A mitades de los años 1970 fue cuando apareció el primer indicio. Esto sucedió en Créteil, en el laboratorio de microanálisis del INSERM. Unos investigadores descubrieron en un paciente afectado por un deterioro progresivo de sus funciones cerebrales y mentales unas finas concreciones que se parecían a calcificaciones. El estudio químico reveló una fuerte concentración de aluminio en forma de precipitados y asociada al fósforo. El paciente, muerto a los 37 años, también presentaba una fuerte concentración de polvo en sus pulmones, constituida esencialmente por polvo de aluminio. En 1976, una publicación en el New England Journal of Medecine anunciaba unos índices importantes de aluminio en el cerebro de los enfermos de insuficiencia renal tratados con hemodiálisis.
La controversia ha invadido de manera natural el campo de la epidemiología: se han estudiado grupos de varios centenares de personas
Antes de su muerte, todos los enfermos presentaron síntomas demenciales (trastornos de locución y de personalidad, alucinaciones visuales y auditivas, convulsiones, etc.), así como lesiones óseas. Estos signos evolucionaban luego hacia la parálisis, el coma y después la muerte por encefalopatía. En aquella época, los investigadores demostraron que el aluminio soluble, presente en altas concentraciones en los fluidos que se utilizaban en las diálisis y en los antiácidos, era el responsable de estas afecciones mortales. Inmediatamente se tomaron dos medidas de precaución: la desionización para limitar la concentración de aluminio en los dializantes y la sustitución de los antiácidos por carbonato de cal.
En los años 1975-1990, los estudios sobre la toxicidad del aluminio se multiplicaron. Un descubrimiento que intrigó a los científicos fue la aparición de ramificaciones neurofibrilares en el cerebro de conejos después de la inyección intracerebral de sales de aluminio. Estas degeneraciones «provocadas» se parecen, hasta confundirse, a un tipo particular de lesiones cerebrales observadas en el tejido cerebral de pacientes fallecidos por la enfermedad de Alzheimer. Cuando en los años 1980 se detectó la presencia del metal en las placas seniles de enfermos muertos de Alzheimer, el vínculo entre Alzheimer y aluminio pareció quedar establecido definitivamente. No obstante, en la misma época, otros equipos que utilizaban las mismas técnicas de detección (sonda electrónica y microsonda láser) no lograron encontrar concentraciones anormales de aluminio en los cerebros de los enfermos. Al final de los años 1980, el debate entre los expertos había llegado a un verdadero callejón sin salida. Para unos, la presencia de aluminio en el cerebro y la enfermedad de Alzheimer está claramente demostrada; para otros, las concentraciones anormales de aluminio en el tejido cerebral —si es que existen— son los efectos de una contaminación exterior. Porque el aluminio está casi en todas partes, empezando por el aire que respiramos. Hasta el 90 % se trata de polvos submicroscópicos de silicatos de aluminio. Para Pierre Galle, profesor de biofísica en la Universidad de Créteil, actualmente ya no hay duda posible: «Los investigadores detectaban el aluminio en los cortes de tejido cerebral utilizando una microsonda electrónica sin tener en cuenta el riesgo de contaminación por el aire. Si hubiesen asociado un microscopio electrónico a su microsonda, habrían reconocido los depósitos de silicato de aluminio...». Un aviso que no todo el mundo comparte. En efecto, varios estudios han puesto de manifiesto un fenómeno particular de concentración: el aluminio sólo está presente en ciertos «puntos calientes» del cerebro. Ahora bien, una contaminación exterior difícilmente es selectiva... La controversia sobre el papel del aluminio en la enfermedad de Alzheimer ha invadido de manera natural el campo de la epidemiología. En Estados Unidos Canadá y Europa se han estudiado grupos de centenares de personas. ¿Cuál es el resultado de estos estudios? Muy esquemáticamente, tienden a establecer (o a refutar) una relación causa-efecto entre una enfermedad y una exposición que debe cuantificarse como peligro potencial que, a su vez, comporta un riesgo potencial. Estos estudios conciernen básicamente a cuatro modalidades de exposición: al agua para beber, al aire (exposición de tipo profesional), a los medicamentos y a los desodorantes.
En 1993, el epidemiólogo sir Richard Doll demostró que en la decena de estudios epidemiológicos publicados con la intención de caracterizar el vínculo entre el aluminio del agua para beber y la enfermedad de Alzheimer, siete llegaban a la conclusión de que existía un vínculo de causalidad entre la exposición y la enfermedad. Para explicar este desequilibrio, Doll subrayaba —muy justamente— que los estudios que mostraban una asociación positiva entre una enfermedad y una exposición, daban lugar con más frecuencia a publicaciones que los estudios en los que la asociación resultaba negativa. Un sesgo de publicación que afectaría más a las disciplinas asociadas a protocolos pesados como la epidemiología. En efecto, si los primeros resultados resultan negativos, el estudio suele abandonarse.
¿Qué análisis puede hacerse en 1997 de los resultados epidemiológicos publicados? Primero, haremos un resumen rápido. En Francia, en Canadá, en Noruega y en Gran Bretaña, varios estudios efectuados sobre la exposición al aluminio vía el agua para beber parecen indicar una asociación positiva entre esta exposición y la enfermedad de Alzheimer (o ciertos problemas cognitivos). Pero, en las conclusiones, hay que aplicar una cierta prudencia cuando el vínculo de causalidad es fuerte: «No podemos excluir la existencia de factores de confusión. La posibilidad de un sesgado de clasificación no se descarta, en particular en lo referente al diagnóstico de la enfermedad en los registros de fallecimientos» o incluso «un riesgo aumentado de problemas cognitivos parecen estar asociado a las regiones que se caracterizan por una fuerte concentración de aluminio sólo cuando los índices de silice en el agua es bajo». Un cierto número de autores también han aportado asociaciones negativas. ¿Y qué hay de los otros modos de exposición? Parece que los investigadores están menos interesados en los efectos potenciales de los alimentos, de los medicamentos o de los desodorantes, a pesar de su importante concentración de aluminio. Por ejemplo, un comprimido antiácido puede contener hasta 400 mg de hidróxido de aluminio, mientras que los alimentos y el agua aportan de 5 a 10 mg de aluminio por día.
Se ha puesto en evidencia una asociación positiva entre el empleo de desodorantes a base de aluminio y la enfermedad de Alzheimer, pero los responsables del estudio expresan algunas reservas en cuanto al resultado. «Esta asociación positiva simplemente puede deberse al azar. En efecto, es difícil obtener informaciones precisas sobre la exposición a través de consultas telefónicas. En este mismo estudio también se ha estudiado el efecto de los medicamentos antiácido. El resultado es sorprendente: cuando se consideran todos los medicamentos antiácido (comprendidos los que no contienen hidróxido de aluminio), la asociación es netamente positiva; en cambio, el riesgo disminuye cuando la exposición sólo concierne a los medicamentos a base de hidróxido de aluminio. Para explicar este resultado, los autores del estudio han propuesto que otro producto (¿el calcio?) podría ser un factor de riesgo importante para la enfermedad de Alzheimer.
Otros dos equipos han estudiado el vínculo entre los antiácidos y las demencias de tipo Alzheimer y, en este caso, los resultados parecen ser negativos. El primero de estos estudios corresponde al seguimiento de 10.000 pacientes que han seguido un tratamiento antiácido durante nueve años. Al final del seguimiento, el 20 % de pacientes había muerto, de los cuales sólo uno por la enfermedad de Alzheimer. Tres de los pacientes todavía vivos presentaban síntomas de la enfermedad. Los autores llegaron a la conclusión de que la absorción de aluminio en los medicamentos antiácido no aumentaban demasiado el riesgo de Alzheimer...
¿Y el aire? En el medio profesional pueden encontrarse fuertes exposiciones al aluminio, especialmente en su industria. La inhalación a altas dosis de polvo de aluminio no parece estar asociada directamente a la enfermedad de Alzheimer.
Fuente: Gruszow, Sylvie. El aluminio y la enfermedad de Alzheimer. Mundo Científico. Barcelona: RBA Revistas, febrero, 1998.
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