12 de agosto de 2010

¿Te acordás mamá?

Por: Luis Fernando Mata Araya



Mamá, hoy te escribo para agradecerte por todo lo buena que has sido conmigo, por tu paciencia, por tus lágrimas, por todas las preocupaciones que te he causado.

También te pido perdón, porque a pesar de tantos sacrificios, nunca te he dedicado ni un párrafo. Aún así, puedo asegurarte que estás presente en todos los detalles de mi vida.

Mamá, cuando camino por las aceras de la capital viene a mi mente aquella frase que me decías: “Alístese, porque de Escazú, nos vamos a San José”.


Y cuando yo te preguntaba: “¿Y a qué vamos mamá?, siempre me dabas por respuesta un “Idiay, pues a ver ventanas”.

Recuerdo que nos íbamos en aquellos lerdos e incomodísimos buses de Escazú, hechos de madera, con una compuerta atrás para la carga adicional, porque en ese entonces la gente viajaba con sacos, bolsas de mecate, gallinas y hasta perros.

El bus, al que llamaban “cazadora” avanzaba brincoteando por las estrechas calles del centro, que eran empedradas y al llegar a Los Anonos, nos íbamos por el puente de abajo, ya que no existía ese puente largo y ancho, que por muchos años ha usado la gente para lanzarse al vacío.

Luego caminábamos por las aceras de San José, yo agarrado bien fuerte de tu mano, para no chocar con las personas y los postes que sostienen las señales de tránsito, porque yo era un niño despistado.

Así, caminando y caminando, llegábamos hasta las tiendas exclusivas como Scaglietti y La Dama Elegante (que ya no existe) y te veía mamá quedarte ahí, por largo rato, observando los lujosos y elegantes trajes sastre que exhibían los maniquíes.

Después nos íbamos más allá, donde están las vitrinas de las primeras tiendas de zapatos.”Qué bonitos esos café con blanco. Aquellos negros te quedarían muy bien”, me decías, señalando un calzado de tinte negro brillante, con suela gruesa y punta bombacha.

Quizá para la gente pasábamos inadvertidos, ahí, tu y yo, mirando como embobados al través de las vidrieras de las tiendas ese verde y rojo de la decoración que distingue a la Navidad.

“Mamá, ¿por qué no vamos a ver las ventanas de la Universal, ahí hay juguetes tan bonitos!”

Y siempre agarrado de tu mano, casi guindando, me iba a los grandes ventanales repletos de regalos. Entonces era yo el que me quedaba como ido, con la mirada clavada en los trenes Marklin, en las bicicletas Raleigh y en los pesados mecanos con los que se podía armar hasta una réplica de la torre Eiffel.

En muchas ocasiones, en alguna de esas tiendas, te probabas alguna pieza de ropa y zapatos. Después te mirabas al espejo, mientras me pedías algún comentario: “Fernando, ¿cómo se me ve esto?”

Y después de un rato de probarte algún vestido, exclamabas un “ahhh, ¡qué lástima, no tienen aquí lo que busco¡”

Luego de caminar cuadras y cuadras, nuestro paseo concluiría de nuevo en el incómodo bus, deseando regresar a casa porque no habíamos comido nada.

Y así, en muchas navidades y ocasiones te acompañé a “ver ventanas” un paseo que tenía como preámbulo una advertencia: “vamos a ver ventanas y nada más, pero no se ponga a pedirme nada porque no hay plata”.

Recuerdo que una Navidad el Niño me trajo un velocípedo, un aparato de hierro sólido y ruedas rellenas de un hule durísimo. El primer año ese juguete fue para mi la gran novedad. Pero nuestra casa era pequeñita y con seis pedalazos yo la recorría de extremo a extremo. Ese quizá fue el regalo más caro y emocionante que recibí en navidad.

De ahí en adelante, todos los noviembres que siguieron el velocípedo desaparecía y nadie sabía darme explicaciones. Después, el 25 de diciembre reaparecería ahí, a la par de mi cama, el mismo, sólo que con pintura nueva y bien betunado el hule de las ruedas.

Ahora entiendo que papá hacía un gran esfuerzo, de manera que , aunque no podía comprarme la bicicleta Raleigh, al menos se preocupaba por regresarme el velocípedo y con esa pintura nueva y olorosa.

Quizá agregaría algún rifle de tapones, un caballo de palo o algún pesado carro de madera, de esos del Mercado, que “sustituían” al costoso tren Marklin y al mecano de La Universal.

Pero hubo una Navidad en que ustedes me advirtieron que del todo no habría juguetes “porque no había plata”. Y ese diciembre me conformé con mirar, levantando una hojita de la persiana, a los vecinitos jugando con relucientes carritos de fricción, bolas y pistolas vaqueras.

Pero lo que hasta ahora entiendo mamá es que para usted y para papá quizá nunca hubo una Navidad alegre en la que estrenaran, ni tan siquiera zapatos y, como único consuelo, estaban esos paseos en que nos consolábamos observando ropa y juguetes por las ventanas.

¡Cuántos deseos, cuántos sueños tuvimos delante de todas esas ventanas mamá! ¡Cuántos deseos y sueños que nunca se cumplieron!

¡Cuántas veces nos devolvimos a casa sin probar un refresco ni un helado!

Y quiero contarte mamá que años más tarde, cuando llegué a tener algún dinero, como para comprar aquella bicicleta Raleigh y el tren Marklin, ya había crecido y no me atraían las bicicletas ni los trenes de juguete.

Y debo confesarte mamá que hace tiempo, en una de esas extrañas navidades en que tuve dinero, me fui para San José “a ver ventanas” y aunque nunca antes observé tantas cosas bonitas, descubrí con sorpresa que dentro de mi ya no habían los deseos de antes.

Quizá fue porque hice ese recorrido solo, de manera egoísta, ignorando que la felicidad la tendría a tu lado, compartiendo contigo.

En este día te escribo mamá, para que me perdones por ser egoísta y descuidado, y para decirte que ahora mi único deseo, es un día de estos volver a ser lo mismo que de niño: tomarte de la mano e irnos, tu y yo, solos, al igual que antes, por cualquiera de las aceras de San José.

Y ante cualquiera de las ventanas de las tiendas poder decirte con una sonrisa de felicidad: “mamá, ahora si, dime qué quieres y cómpralo,no te preocupes, que yo pago”.