25 de septiembre de 2011

DOÑA TERE, MAESTRA DE LA FE



Por: Luis Fernando Mata Araya

  • La vida de una escazuceña que practicó el verdadero amor por sus semejantes.

Me llamo María Teresa Marín Azofeifa, pero la mayoría de quienes me conocen me dicen «Doña Tere».  Soy hija de Miguel y Josefa.  Nací, en 1932 en el puro centro de Escazú, primer cantón de la provincia de San José, Costa Rica.

La gente con frecuencia se admira por la forma en que Dios, para su honra y su gloria, se manifiesta en mi vida, a favor de mis semejantes.  El lo hace a través de su Hijo Jesucristo, y en el poder del Espíritu Santo.

Desde hace treinta años he tenido el privilegio de servir al Señor en sanidades, milagros y en la solución de situaciones, en apariencia, imposibles de resolver.


A veces he orado por alguien y Dios de inmediato bendice a esa persona con sanidad, reparándole un trabajo, restaurándole el hogar o alejándola de los vicios.  Pero a veces la respuesta del Señor parece tardar un poquito, como para probar mi fe, o la fe de la persona por la que intercedo en oración.

En todos estos años de andar con el Señor he aprendido que no existen oraciones perdidas, o desechadas de parte de mi Dios, sino respuestas que nos parecen retardadas.

Dios escucha las oraciones y las responde a su tiempo.  ¿A quien se le ocurre pensar que Dios es como una simple central telefónica, que cuando se satura rechaza unas llamadas, en tanto que otras se pierden?

Si la respuesta no se da cuando queremos, o creemos que la necesitamos, entonces nos desesperamos.  A veces, como Marta y María cuando murió su hermano Lázaro, tratamos de medir y acelerar los pasos de Dios con nuestros limitados pensamientos, y a partir del calendario y el reloj.

¿Acaso Él, que hizo los cielos y la tierra, no es también el Señor del calendario y del reloj?

A quienes me escuchan les tengo una buena noticia: el Señor continúa haciendo milagros y maravillas, pero las hace a su tiempo y según su voluntad, por su gracia, infinita misericordia y especialmente, atendiendo a la medida de fe que Él mismo ha depositado en nosotros.


Vida de milagros

Mi vida desde el principio fue un milagro: cuando nací mi madre tenía 50 años y mi padre ya andaba con bordón.  ¡Imagínese usted!  Salí a la luz de este mundo antes de que las benditas puertas del vientre de mi madre se cerraran, y me convertí en la menor de seis hermanos.

El nacimiento, como todos en esa época, fue atendido por una partera, cuya sabiduría superó el riesgo que significaba para mamá concebir a los 50 años.  Vine al mundo en un cuartito de madera propiedad de la Asociación Benéfica San Vicente de Paúl.

Eran cuartitos distribuidos como vagones en un tren, uno tras otro, y que se entregaban a familias muy pobres, como era el caso de nosotros, los Marín Azofeifa.

Allí, en dos habitaciones, nos acomodábamos ocho personas, unos en el suelo, otros en las camas.

En ese tiempo no había radio, menos televisión y ni siquiera luz.  Nos alumbrábamos con candela y cocinábamos con la leña que la gente tiraba a la orilla de las calles o en los cercos, donde se cogía café.

De niña me inculcaron la idea de un Dios castigador, me decían: "no haga eso, porque Dios la está viendo y se enoja".

Aún así, a pesar de creer en un Dios tan bravo, ni papá ni mamá iban a misa, y como ellos no asistían, yo tampoco lo hacía, ni mis hermanos.  Todos fuimos bautizados cuando pequeños e hicimos la primera comunión; pero sólo íbamos a la iglesia cuando alguien se casaba o se moría.

Esa era otra, porque con la muerte venían los entierros.  Había dos clases, los entierros de pobres y los de ricos.

A los pobres los llevaban en hombros, metidos en un ataúd barato y en una pura carrera.  Incluso a veces costaba encontrar gente que cargara al muerto.

Por eso, cuando apuramos a alguien muy lerdo nos dice: «Idiay, usted me lleva como entierro de pobre».

En los entierros de los ricos había elegantes coches fúnebres tirados por enormes caballos percherones, que iban lentamente, al paso de un cortejo formado por gente bien vestida y perfumada.

A los percherones les colocaban enormes y graciosos penachos negros sobre sus cabezas, un adorno que los distinguía de los caballos normales.

Aún hoy día, y como recuerdo de esa época, en Escazú hay dos cementerios, uno para ricos y otro para pobres.  A unos los enterraban en tumbas de cemento, cuidadosamente pintadas, con lápidas de mármol, entre floreros rebosantes de lirios y ahí los dejaban, en compañía de algún angelito de cerámica.

A los pobres los enterraban en fosas de hasta tres metros de profundidad, bajaban el ataúd con mecates y luego de echar piedras y tierra encima, colocaban una sencilla cruz con el nombre del difunto.

Pasado cierto tiempo, si la cruz era de madera, se corría el riesgo de que se pudriera, o al metal lo carcomía el herrumbre.  Un día de tantos alguien retiraba los pedazos de la cruz, los familiares perdían el rastro del difunto y este quedaba en el olvido.

Pero con el tiempo en los cementerios empezó a ocurrir algo extraño: los ricos empezaron a pedir, como última voluntad, que los enterraran en el cementerio de los pobres, tal vez como señal de humildad y de póstumo desapego por las cosas materiales.

Al contrario, las familias de muchos pobres, aunque tuvieran que pedir prestado, empezaron a sepultarlos en el cementerio de los ricos, como para dar al fallecido al menos el último lujo de los tantos que careció en vida.

Hoy día no existen diferencias y la gente sólo habla del «cementerio de abajo» o el de «arriba».


Tiempos difíciles

Miguel, mi padre, cuando era joven y fuerte trabajó en construcción.  Josefa, mi madre, veía por los «güilas» y atendía la casa.

El hombre al trabajo, en la calle, la mujer en la casa y calladita.  Tal era la costumbre y la mentalidad de una época en que las mujeres ni siquiera tenían derecho al voto.

Mamá era pequeñita, descalza, gordita, morena, muy sociable y de buen carácter.  Sin ningún problema se sentaba en el suelo a comer.  A veces, mientras se fumaba un cigarro envuelto en hojas amarillas, nos contaba que era hija natural de un indio de Talamanca.  En ese tiempo se les decía hijos naturales a quienes nacían fuera de matrimonio.

De mi decía que cuanto yo iba a nacer, ella salió a la calle a las nueve de la noche.  Se acostumbraba que las personas mayores anduvieran con un delantal muy grande.  Esa noche llegó con el delantal donde sus amigas y estas le preguntaban: «hay Chepita, ¿qué andás haciendo ahí a estas horas?».  Ella contestó  que ya estaba de parto.  Y entonces, de inmediato, entre todos los vecinos le dieron víveres que recogió, extendiendo y doblando el delantal hacia ella, como si fuera un canasto.

Además de doña Petra, la partera que me trajo al mundo, hubo en Escazú muchas otras.  Yo recuerdo a doña Oliva Sandí, doña Pacífica Torres y a Lita Altamirano.

La tradición de nacer en la casa continuó con mi primera hija María de los Angeles y también con Irma y Rita, en esos partos fui ayudada por doña Pacífica.

De papá recuerdo que era muy alto, blanco, usaba caites (especie de chancletas construidas con cuero curtido).  Papá era muy bueno y tranquilo, su único vicio era fumar cachimba.

La diversión de mis hermanos era jugar trompo, irse a bañar a las pozas o a jugar mejengas a la plaza, donde ahora se encuentra el parque.  Mis dos hermanas mayores se sentaban de noche cerca de la acera a cantar, a contar chistes, historias y adivinanzas a la luz de la luna.

También yo, chiquilla, a como podía me metía entre el grupo; ahí escuchaba los cuentos de miedo tradicionales:  la Carreta sin Bueyes, el Cadejos, la Tule Vieja, el Padre sin Cabeza, La Mano Peluda y la Llorona.

Después no hallábamos como irnos para adentro y nos dormíamos con miedo de orinarnos en la noche, porque el excusado de hueco quedaba afuera, como a 50 metros de la casa.  Hacer una necesidad a deshoras nos obligaba a caminar por un trillo en un puro temblor, iluminándonos con una candela que a veces se apagaba a medio camino.

Mis cinco hermanos pronto se hicieron grandes, se casaron y se fueron con sus familias.  Cuando cumplí siete años me mandaron a la escuela.  Yo iba descalza, sin uniforme y con un cuaderno envuelto en un saquito de manta que me colgaba del hombro.


En la escuela

En la escuela República de Venezuela, allá por el año 1939, se nos enseñaba a escribir con lápiz y un casquillo metálico que se mojaba en tinteros colocados en los pupitres. La tinta era muy oscura, entre azul y morada.  Cuando se escribía unas palabras había que pasarles encima un papel grueso llamado secante, para que no se hiciera un manchón en el cuaderno.

Recuerdo que mi maestra fue la niña Isabel Echeverría, una muchacha muy bonita, alta, blanca, de ojos celestes.  Me trataba muy bien.  A veces llegaba su papá a darnos clases, pero era un señor muy bravo: al que se portaba mal lo agarraba duro de una oreja y lo dejaba sin recreo en un rincón.

Únicamente estuve en primer grado y no lo terminé, porque tuve que trabajar para ayudar a mis padres.

Por muchos años no supe lo que era leer y escribir.  Un día clamé a Dios, le dije: «Señor, yo quiero leer Tu Palabra», y Él en su misericordia hizo el milagro.  Ahora hasta leo versículos desde el pulpito de mi iglesia.

Empecé a trabajar lavando, planchando y cuidando chiquitos en casas de vecinos y conocidos.  Al principio, como era muy pequeña, una señora me ponía sobre un banco para que alcanzara la pila de lavar.

Durante horas restregaba y aporreaba ropa, hasta que se me arrugara la piel de las manos, y me salieran ampollas en los nudillos por la lejía del jabón azul.  Después la señora llegaba a revisar bolsas, puños y cuellos, hasta que todo quedara bien.  Hacía eso todos los días, mañana y tarde.  Me pagaban siete colones por mes.

Después en San José trabajé en la casa de don Antonio Arce, allá por la antigua farmacia Victoria, en avenida 10.  Era una familia de 11 personas y hacía todas las labores.  Lavaba a mano, para limpiar no había cepillo eléctrico y cocinaba con leña.

De feria ahí vivía un muchacho muy charlatán, que me daba bromas para asustarme.  Un día le dije que me dejara en paz o lo iba a acusar y no volvió a molestar.

También trabajé para los dueños de la antigua Foto Pacheco, donde don Arturo Pacheco.  Allí la cocinera me tenía entre ojos, por una hija mayor que yo y que estaba en el colegio.

Me tenía por menos, me daba muy poca comida, lo más feo, lo que nadie quería o estaban a punto de botar.  Un día pasó la patrona, se quedó viendo hacia mi plato y exclamó: «¿idiay Teresa, no te dieron carne?».

Luego se quedó mirando el plato de la muchacha, hija de la cocinera, y ese sí tenía de todo y en gran cantidad.

Muy disgustada, la patrona le ordenó: «a partir de ahora vas a seguir llevando la comida para la mesa y yo voy a servirle a Teresa».  Desde entonces seguí sentándome a la mesa con mis patronos, y comiendo de lo que ellos comían.  De rato en rato, con el rabo del ojo observaba la cara de disgusto de la empleada y su hija, que continuaron almorzando en la cocina y sin chistar.

En ese tiempo yo ganaba diez colones por mes y poniéndole mucho llegué a quince.


Era otro Escazú

Cuando yo era jovencita Escazú era muy grande en cuanto a tierras despobladas, tenía bosques donde trinaban  pajaritos, potreros con decenas de vacas y caballos, y ríos de aguas tan limpias, que desde la orilla se veían nadar los barbudos y olominas.

Recuerdo que por todo lado se veían mariposas de todos colores, los colibríes nunca faltaban en los jardines de las casas.  En el verano era normal el ronco sonar de las chicharras, y en  invierno el canto de los yigüirros anunciaba los primeros temporales.

Escazú era un puñado de casas alrededor de la iglesia Católica.  Sólo las calles principales estaban pavimentadas, el resto eran de tierra y piedra, con unos huecos que daban miedo, porque en invierno se convertían en grandes charcos.  Era raro ver automóviles por las calles, la mayoría del transporte se hacía en caballo, en carreta y carretón.  El aire era muy limpio, se apreciaba mejor que ahora la fragancia de las flores y el aroma a tierra mojada, cuando empezaba a llover.

A tres cuadras del centro era ya estar en el campo, a partir de ahí las viviendas, unas de madera y casi todas de bahareque y adobe, empezaban a distanciarse las unas de las otras, esparcidas en fincas y conectadas por trillos y senderos de tierra.  Casi a nadie se le ocurría, como ahora, irse a vivir a las montañas.  Para construir se usaba el adobe, el bahareque y la madera.

Quienes tenían el privilegio de tener finca, aunque fuera pequeña, podían vivir con cierta independencia; tenían huertas, árboles frutales y cosechaban café, caña de azúcar y maíz.  Además tenían un gran solar o patio con gallinas, gansos y chanchos.

Era una vida más económica, se viajaba a pie, se cocinaba con leña y carbón, el alumbrado era a base de candelas, aceite y canfineras.

En algunos sitios de Escazú se usaba «convidar» de vez en cuando a los vecinos con alguna cosa que se hacía en un día especial, fuera jalea de guayaba, arroz con leche, tamales, chorreadas o algún picadillo de arracache.

Alguna gente practicaba el trueque en sitios donde no había pulperías, y -por ejemplo-, quien tenía maíz en mazorca iba y se lo cambiaba al vecino por café pilado, naranjas o por alguna gallina.


Conservación de alimentos

¡Ah tiempos!  No se conocían las refrigeradoras y la gente debía inventar maneras de conservar los alimentos.

Cuando papá trabajaba en construcción, en la casa guardábamos la comida en un barril y guindábamos de ganchos las ollas con frijoles arreglados; el pan se colocaba en alforjas y también se ponía en alto, colgando de alguna argolla, lejos de cucarachas y ratones.

Como no teníamos refrigeradora, ni siquiera luz eléctrica, la carne se conservaba salándola y colocándola encima de la cocina de leña para que se ahumara, o se guindaba al sol en ganchos o alambres de púas.

Leche embotellada no existía como ahora, ni en bolsa, mucho menos en polvo.  Para los que no tenían vacas, había lecheros a los que se encargaba la leche y el queso.  Los niños se mantenían con leche materna y los grandes, que yo recuerde, casi no tomaban leche.


Labores de casa

Para lavar se usaba lejía, jabón azul y de coco; también hojas de güitite y a la ropa blanca se le daba un bonito tono con una planta llamada «azul de mata».

La planchada era otra trifulca.  Se usaban pesadas planchas de hierro que se calentaban sobre una lata de cinc a la que se ponía leña encendida debajo.

Se calculaba «a pulso» la temperatura de la plancha mojando un dedo con saliva y pasándolo rápidamente por la superficie metálica con que se planchaba.  El oído debía estar atento al chasquido y muy afinado el sentido del tacto, los errores se pagaban con una ampolla en un dedo o un hueco en la ropa.

Como no teníamos tubería de agua, mamá se iba con una batea grandísima y un enorme motete de ropa.  Caminaba sosteniendo el peso con mucha facilidad sobre su cabeza casi un kilómetro, hasta la poza del Piñal, que estaba en el río de Melico Protti, allá para dentro de la Hulera.

Los vecinos, que sí tenían tuberías, nos regalaban agua para tomar y bañarnos.  También cuando llovía llenábamos ollas y estañones. Nos lavábamos los dientes  frotándolos con sal, con jabón azul o con bicarbonato.  No se conocía el desodorante; se usaba leche magnesia con unas gotas de limón ácido, del criollo.


Disciplina familiar

Cuando alguno se portaba mal el castigo venía primero de mamá.  Por ejemplo ella decía: «vaya y hágame tales mandados».  Entonces yo salía corriendo y cantando todo lo que tenía que traer, para que no se me olvidara.  No podían apuntarme nada en papelitos porque, recuérdese, no sabía leer ni escribir ni mis padres tampoco.

Después de dar la orden, mamá echaba una saliva al suelo y yo debía llegar antes de que se secara.  Salía como loca, corriendo por la calle y cantando la lista de las compras.

Apenas entraba a la pulpería y como era tan chiquitilla, debía golpear muy duro con las monedas los mostradores,  para llamar la atención del dependiente, de lo contrario sólo atendían a los más grandes y gritones.

Durante mi niñez no sufrí de maltratos, porque yo tenía mucho temor, hacía caso y mamá nos trataba con amor y consideración.

Sólo recuerdo que un día me mandaron a traer unos cigarros, resulta que me quedé mucho y un hermano mayor me dio dos fajazos.  Y desde esa vez no recuerdo otro castigo.  Por cierto que este hermano mío acaba de morir como de noventa años.


En media calle

Un día, alguien nos sobresaltó con la noticia de que debíamos desocupar el cuartito en que vivíamos allá, a 50 metros de la pulpería El Oriente.  Los de San Vicente de Paúl iban a vender la propiedad y además, por si acaso alguien se oponía, a los cuartitos los habían declarado inhabitables.

Entre los tres recogimos todo y nos fuimos para un ranchito de hojas de caña, que hizo papá en una propiedad que nos prestaron.  De un día para otro, nuestra dirección cambió al lado opuesto, allá por los cementerios.  Pero una noche, poco tiempo después, alguien dejó una candela mal colocada y de repente todo alzó llama.  Estábamos dormidos y el calor nos levantó gritando como locos «¡Fuegooo!, ¡Fuegoooo!».

Al no haber en ese tiempo bomberos, hidrantes ni mangueras, los vecinos apagaron el incendio a punta de baldes de agua.  Pero lo perdimos todo.  De ahí nos trasladamos a San José a vivir por un tiempo donde mi hermano Toño, primero en La Sabana, después en barrio Cuba.


Primer bus

El transporte entre Escazú y San José se hacía en una única cazadora propiedad de Lisímaco Brenes.  Aldérico Salazar fue el primer chofer, sólo existía ese ruidoso aparato de carrocería de madera y un cobrador. Las calles no eran pavimentadas como las de ahora, estaban hechas de piedra redonda, de esa de río y casi todas eran de pura tierra.

Habían cosas muy buenas en ese tiempo: los hombres ayudaban a las mujeres a subirse a la cazadora y adentro se ponían de pie para dejarles el campo.  A los chiquitos, aún de cierta edad no se les cobraba, siempre y cuando viajaran en los regazos de un mayor.

También había incomodidades que hoy no existen: no se  hacía fila en las paradas, sino que se apretujaba frente a la puerta del bus.  Dentro del aparato se podía fumar durante el viaje y montarse con perros, gatos y hasta gallinas.

En ese tiempo a la gente le gustaba mucho caminar, de ahí que el transporte motorizado no era tan indispensable como ahora.  Con frecuencia me iba con papá a pie hasta San José a visitar a Toño, y a veces me quedaba donde él por varios días.

Mamá era muy celosa conmigo, a diario se pasaba diciendo que me cuidara de los hombres, que muchos eran malos, peligrosos y que por aquí y que por allá.


Llega el amor

A los 12 años yo era una niña tímida que aún soñaba con tener una muñeca y ser como los demás niños que iban a la escuela, salía muy poco y cuando lo hacía era con mamá.

Fueron muy pocas las escapadas con mis hermanas, porque a ellas les gustaba mucho bailar, pero si iban conmigo no las dejaban entrar a los salones.

Un día empezó a llegar a mi casa Ezequías, un amigo de mi hermano Francisco.  A los dos les gustaba la música y habían formado un grupo llamado Malecón que amenizaba los bailes en el salón El Jardín, situado a un par de cuadras al sur del colegio Nuestra Señora del Pilar.

Ezequías era diez años mayor que yo, pero desde que me conoció empezó a perseguirme, a tratar de hablar conmigo y me salía por todas partes; pero yo le huía, por miedo a las tantas cosas feas que me había dicho mamá de los hombres, además, aún no había desarrollado ninguna atracción hacia los muchachos.

Un día ese amigo de mi hermano se animó a pedirle la entrada a mamá, ¡Uyyyy, para qué lo hizo?  Eso fue como alborotar un panal.  Por supuesto que ella le dijo que no, que más adelante, que yo estaba muy chiquilla.

Por un tiempo el pretendiente se mantuvo alejado y dejó de visitarnos.  A mi casa llegaban rumores de que tenía una novia aquí y otra allá.  Pero al tiempo regresaría, esta vez con más insistencia, hasta que logró conquistarme y convencer a mamá.

Nos casamos cuando yo tenía 18 años y él 28 y nos fuimos a vivir aquí mismo, en Escazú, con mis dos padres, a un terreno propiedad de los papás de él.

Aún casada hubo señoras que me siguieron contratando para los oficios domésticos en sus casas.  Ezequías trabajaba en enfermería en el hospital Calderón Guardia.

Así pasó el tiempo hasta que empezaron a llegar los diez hijos que completaron nuestra familia.  A esta fecha llevo 54 años de casada.

A los cuatro años de haberme casado murieron mis padres, primero mamá, de neumonía.  Al mes falleció papá de una especie de envenenamiento en la sangre.

Y, como si fuera poco, mi hermana Rita murió de pulmonía a los dos meses de enterrar a papá.

Ella estuvo internada en el San Juan, al lado de mamá, y nos contó que la vio morir ahogada por el asma.

Y Rita sufrió viéndola ahogarse.  No podía ayudarla, porque también estaba también muy grave de los pulmones.

Al morir, Rita me encargó a sus cuatro hijos.  Yo se los cuidé durante los siguientes cuatro años.


Mueren dos hijos

Por ser tantos no voy a hablar en este relato de todos mis hijos, pero recordaré a María de los Angeles y a Rodolfo.

Marielos murió de hemofilia a los 22 años, estando recien casada y esperando su primer hijo.

Recuerdo que le habían detectado la enfermedad a tiempo.  A partir de ahí los médicos le advirtieron lo peligroso que era para ella quedar embarazada...

La partida de Marielos fue para mi, como para toda madre, un golpe terrible.  Únicamente me consuela saber que antes de partir ella había aceptado a Cristo, como Señor y Salvador.

Muchos años después murió Rodolfo.  Empezó con un dolor de estómago y diarrea.  Los médicos decían que no tenía nada, sólo le mandaban medicinas contra la diarrea.

Rodolfito se revolcaba del dolor.  La gente me recomendaba que lo llevara a sobar, porque era una pega.  Pero la señora no lo hizo bien, de forma indirecta, en los brazos o los dedos, sino en el estómago y le reventó un intestino.

Murió a los 11 meses de nacido en el hospital San Juan de Dios y era el noveno de mis hijos.

Con Marielos no fui a su entierro, al verla morir no resistí el dolor y me internaron para tratarme los nervios.  Me trajeron a Escazú, donde mi hermano Toño, ahí me recuperé.

Cuando murió Rodolfito, Dios me dio fuerzas y pude ir a su entierro sin problemas.  A los dos los dejé ahí, en el cementerio de los pobres, pero el recuerdo de Rodolfito y Marielos me acompaña siempre, dentro de mi corazón.


El cáncer

Cuando se vinieron esas muertes yo me guiaba únicamente por tradiciones religiosas, ignorante de los propósitos de Dios.  A pesar de todo El se mantuvo fiel, dándome fuerzas para seguir adelante.

Incluso yo me fumaba hasta dos paquetes diarios de cigarrillos.  Ezequías, mi marido, además de fumar, tomaba y tranochaba, como siempre ha sido la costumbre entre los músicos.

Un día empecé a adelgazar sin causa aparente, y cuando me di cuenta estaba en el puro hueso.  La piel se me puso pálida, casi transparente y sentía un cansancio terrible.  No tenía voluntad para nada.

Después de muchos exámenes y visitas al hospital, los médicos me encontraron un cáncer en el útero.

Llamaron a mi esposo, le dijeron que la enfermedad estaba muy avanzada, que sólo quedaba una pequeña esperanza en una operación.

Me operaron y luego continuaron el tratamiento con la Bomba de Cobalto, que cuando eso estaba recien llegada al país.

La «bomba» es un aparato metálico grandísimo, ahí me metían acostada en una camilla.  Al encender ese chunche yo sentía un calor terrible, como un fuego que me quemaba el vientre.

El tiempo pasaba y aumentaban las citas al hospital, pero yo seguía cada vez más flaca y sintiéndome más débil, al punto de no tener voluntad ni para caminar por la casa.

A las cuatro semanas terminó el tratamiento, pero los médicos me seguían encontrando cada vez peor.


Sanidad divina

Un día, estando sola en la casa, me levanté sosteniéndome de las paredes.  Prendí un televisor pequeñito, blanco y negro, que me habían regalado.

Resulta que ahí, en un programa, estaba el Dr. Dobson orando por los enfermos.  El dijo que podíamos ser sanados de cualquier enfermedad, que lo importante era tener fe.

Y que quien no tenía fe, que se la pidiera al Señor.  Yo me puse de rodillas, coloqué una mano encima de mi estómago, la otra sobre el televisor y bajé mi cabeza...

Empecé a repetir la oración, porque en ese entonces ni siquiera sabía orar.  De repente sentí como una corriente eléctrica que sacudió mi cuerpo y en ese momento tuve la certeza de haber sido sanada.

Me sentía libre, fuerte, feliz, me levanté llena de ánimo y gozo a hacer el oficio, brincaba, saltaba, daba gracias a Dios y me puse a cantar, a terminar de lavar una ropa que ya se me estaba pudriendo, porque no había tenido voluntad para lavar ni tampoco plata para pagar a quien me ayudara.

A partir de esa sanidad sentí un deseo irresistible de ayudar a otros, también con problemas y enfermedades.


La invitación

Un día, un cristiano invitó a uno de mis hijos a su iglesia.  El me pidió permiso para ir, pero le dije que no fuera, porque yo era muy católica.  Y no fue.

El otro domingo lo volvieron a invitar y él se fue sin permiso.  Luego se hizo cristiano y un Día de la Madre, me invitó al templo.  Le volví a decir que no; pero en eso Ezequías, mi marido, intervino para que lo acompañara, me dijo que nada  iba a perder con eso.

Resulta que ese día, al entrar a la iglesia, estaban adorando y alabando a Dios y ahí sentí algo completamente diferente.  Desde que entré sentí que mi corazón ardía.  Había encontrado mi lugar.

Al final de la fiesta, el pastor invitó a los que estábamos a pasar al frente y acepté con mucho gozo al Señor en mi corazón.

Desde ese mismo momento hubo un cambio total en mi, se me quitaron las ganas de fumar, de ver telenovelas y un gran deseo de estar en las cosas de Dios y de servirle a Él.

Al llegar a mi casa, encontré a mi esposo fumando y viendo televisión.  Cuando me ofreció un cigarrillo le dije: «no, mira, ya no quiero fumar más».  El se echó una gran risa y exclamó: «ahorita estás fumando otra vez»; pero se equivocaba.

Desde ese momento me sentí diferente, limpia, renovada, con deseos de estar orando, escuchando la palabra de Dios y predicando a todo aquel que me lo permita.


Adiós a los bailes

El llamado era muy fuerte, dejé todo, las amistades, el gusto por la música y las conversaciones mundanas.  Antes me gustaba bailar.  Ahora me gusta cantar y danzar para el Señor.  De mi vida pasada sólo me quedé con mi esposo y mis hijos.

De ahí en adelante seguí asistiendo al templo cristiano.  Empecé a llevar a una sobrina mía, Olga, quien sería la primera persona que Dios puso en mis manos para su servicio.

Dios la levantó de una cama donde estaba tullida, sin poder casi ni moverse.  Oré por ella y Dios hizo el milagro.

Para esos días empecé una amistad con la hermana Julia, de las hermanas del Pilar.  Como yo tenía tantos hijos, ella a nombre de su congregación me regalaba útiles escolares y ropa.

Un día de tantos me regaló una Biblia, con el encargo de que la leyera, y orara por una sobrina de ella que tenía cáncer en la garganta.


Aprendiendo a leer

Cogí la Biblia con mucha alegría y le di las gracias; pero no le dije ni una palabra de que yo no sabía leer, ni escribir.  Cuando llegué a la casa, empecé a hojear ese libro, a orar y a pedir a Dios que me diera la oportunidad de aprender a leer.  Y Dios hizo el milagro, porque ahora puedo leer, escribir y la muchacha con cáncer, sobrina de la hermana Julia también fue sanada por Dios.

La misión que Dios me ha encomendado la empecé con los vecinos, duré tres meses orando por ellos para que se ablandaran sus corazones.  Luego los invité a grupos de oración en la casa de dos plantas que alquilábamos, muy cerquita de donde vivo ahora.

Cuando eso me salió un padecimiento en el corazón.  No podía levantar el brazo izquierdo, me dolía mucho el pecho, sentía dificultad para respirar y me resultaban difíciles labores tan sencillas como pasar la escoba, recoger cosas y tender la ropa.

En el San Juan me dijeron que tenía arritmia cardíaca y me tuvieron bajo observación una noche entera, con un aparato muy raro en el pecho, midiéndome los latidos del corazón.

No tenía miedo de morir, pero clamé por sanidad, porque sentía un compromiso con Dios para servirle a El y a muchas personas. Por supuesto que me oyó y fui sanada.


Amenazas y gritos

Luego haría una labor de visita, casa por casa y así recorrí gran parte de Escazú.  Casi siempre fui bien recibida, pero hubo ocasiones en que me atendían por puro compromiso, no me abrían y otros me decían que me fuera, que eso no les interesaba.

En una oportunidad me apedrearon la casa en pleno día, mientras estábamos reunidos en oración.  Luego, un muchacho se metió a la propiedad con un machete, y amenazó con cortarme los alambres de la luz si seguía con las reuniones de vecinos.

Un día, el hermano de ese muchacho, me tiró una piedra y me la pegó por la espalda.  La piedra rebotó y fue a dar al corredor de una casa y salió la vecina diciendo: «idiay, ¿por qué te apedrean si no le haces mal a nadie?».

Lo que hice fue pedir al Señor por los dos hermanos.  Tiempo después el del machete llegó a pedirme perdón y asistí a su bautismo, en mi iglesia.  Del otro sé que dejó de tomar y ya está en los caminos de Dios.

También es normal que la gente, apenas me ve salga huyendo o cierre la puerta, o cuelgan el teléfono cuando los llamo para hablarles del Señor.


No hizo caso y murió

En una ocasión le hablé de Dios a un muchacho, lo invité a la iglesia y me dijo: «ay señora, cómo cree usted que yo voy a pasarme toda una vida metido en la iglesia, todavía estoy muy joven para eso».  Al poco tiempo se mató en un accidente.

He pasado por potreros, bajo la lluvia, arriesgando mi vida, huyendo del ganado, de perros bravos en casas de ricos, entrando a ranchos en lugares muy incómodos, subiendo cuestas tremendas, pero nada de eso me pesa porque es para Dios.

He sufrido oposición en mi propia familia.  Por ejemplo una de mis hijas era de otra religión que no tenía a Cristo como centro, pero ahora es creyente.

Tuve un yerno mormón, su conversión provocó que toda esa familia se convirtiera al Señor, incluso el hijo mayor ahora sirve en la alabanza de su iglesia.

¿Me peleaba con ellos?  No.  Lo único que hago es tratar a las personas con cariño y orar, orar mucho por ellas hasta que Dios toque sus corazones.

Y así, poco a poco, he perseverado en la obra de Dios, pese a los inconvenientes que se han presentado y de los cuales he salido adelante, porque, como dice la palabra, «somos más que vencedores».

Aún en las iglesias hay una cuota de prueba y sufrimiento.  He padecido el comportamiento incorrecto de algunos hermanos, por asuntos de envidia y orgullo espiritual.

Hay gente que se molesta cuando trabajamos de corazón, y damos buen testimonio.  Yo no me paso metida en el templo, tengo claro que mi llamado es afuera,  visitándo hogares, evangelizando, orando por enfermos y alentando a los caídos.

Parece mentira, pero cuando he estado enferma, si acaso el pastor acude a visitarme y darme aliento; me he sentido muy sola y me he quedado esperando a todas esas hermanas, que en los cultos se ven tan entusiasmadas, alabando y saltando con sus biblias y panderetas.


La voz de Dios

A todos aquellos que leen este testimonio, y que quizá no tienen la paciencia de leer la Palabra, ni participar en estudios bíblicos, yo les tengo una muy buena noticia: Dios los ama, y los ama así como están.

Y es más, Dios habla, y lo hace hoy como en los tiempos bíblicos, porque Dios es el mismo de siempre, por los siglos de los siglos.

Digo eso porque yo he escuchado la voz de Dios.  ¿Yo?  Si, yo, así como me ve usted de humilde y sencilla, porque para Dios todos somos iguales.

Recuerdo un día, que mientras aporreaba una ropa y oraba, tuve una visión de tres muchachas que servía en la iglesia.

Las veía subir y bajar en el aire, como si fueran un papalote, luego de un lado para otro, como mecidas por el viento.  Y de seguido una voz llegó a mi mente diciéndome: estas tres jóvenes no están salvando almas porque dan muy mal testimonio en sus casas, ante sus familias.

En la iglesia las fui llamando, una por una.  Una me dio la razón, admitió ser desobediente con su madre, la otra decía que trabajaba en una casa donde ponían música mundana y no se atrevía a evangelizar a esa familia, y la última dijo que ella estaba muy bien.

A partir de ese momento, la voz de Dios empezó a llegar a mi mente.  Yo la oigo aquí, dentro de mi cabeza.  Es suavecita y muy dulce.  Cuando la escucho siento un quebrantamiento que me hace llorar de sólo escucharla.

Me habla especialmente cuando estoy pasando por problemas.  Me dice que soy su hija, que tengo que confiar en Él, que Él me cuida, que Él me guía, que no tema porque Él va a hacer maravillas en mi vida y en mi familia.


Misiones especiales

A veces me dice que vaya a una casa, que toque la puerta, porque ahí necesitan de El.  Yo lo hago siempre y me encuentro a personas enfermas, sin esperanza, muy necesitadas de Dios.

Cuando El me manda a algo tengo que hacerlo inmediatamente, me resulta imposible negarme a esa voz, tan suavecita y amorosa.

Ha sucedido que DIOS me ha enviado a alguna casa y no he podido en ese momento; pero no me siento bien hasta cumplir con lo que me pide.

En Bellorizonte me dijo el copastor de la Iglesia Centroamericana: «doña Tere, hágame el favor, vaya a evangelizar al vecino mío, porque a mi no me hace caso, tal vez a usted la escuche».

Un día llegué a eso de las siete de la noche, el patio estaba muy oscuro.  Yo conocí a la señora buena y sana cuando joven, y cuál sería mi sorpresa que me la encontré tirada en una cama, ciega y paralítica.

Pero el asunto no terminaba ahí, porque a su lado, como si fuera un salón de hospital, estaba un hijo de ella con graves problemas en su columna que le impedían caminar y agacharse.

Empecé a hablarles del amor de Dios, de la salvación, a leerles pasajes de la Biblia.  Al rato le dije que yo la conocía a ella, pero no me recordaba.  Les pedí que aceptaran a Jesús en sus vidas, como Señor y Salvador.  Dijeron que si.

Al tiempo me enteré de que Dios sanó al muchacho de su columna, y a la señora le restauró su visión.  Al joven me lo topo en Escazú, caminando para arriba y para abajo, pero se esconde, porque no siguió en los caminos de Dios.

En otra oportunidad mi hija Irma me habló de una niña a la que le salían moretes por todo su cuerpo.  Un médico dijo que era leucemia.

La chiquita no quería comer, se mantenía tirada en una cama, muy grave.  La mamá pidió oración por la niña.  Le dije que no podía ir en ese momento, pero que pediría a Dios por la salud de la chiquita.

Durante una hora clamé al Señor en la noche.  Pude sentir la seguridad de que Dios sanaba a esa chiquita.  Al otro día, en la mañana, la voz del Señor me dijo que leyera un versículo en el que me daba a entender que debía de ir a esa casa a evangelizar la familia.

Pero cuando llegué ya la chiquita estaba sana, el médico le había dado de alta y la gloria y la honra se la dieron a los doctores, y no a quien lo merecía, a mi Señor.  Esa familia continúa apartada de Dios, deconociendo sus leyes y con la mirada puesta en los médicos.


Angeles y demonios

Una noche se había ido la luz en todo Escazú.  En casa todos buscaban fósforos y candelas, pero no aparecían.  En eso dije a mi hija Elizabeth: «voy a ir a la cocina a buscar».

De repente, a un lado de la cocina vi una aparición, era la figura de una persona alta, con vestiduras de encajes blancos hasta el piso de las que salía una luz como celeste brillante, pero no le vi la cara porque la mantenía baja, cubierta por un manto que resplandecía.  Al verlo grité a mi hija: «¡Elizabeth, corre, vení a ver qué lindo lo que está aquí, un ángel!».

Todos se vinieron corriendo a verlo.  Yo continuaba mirándolo.  No se movía, estaba ahí quedito, de él continuaba saliendo una luz y una paz preciosas.  Pero no era visible a los ojos de ellos, porque todos me preguntaban dónde estaba el ángel.  Apenas ellos se fueron desapareció de mi vista.

También he visto la manifestación de demonios en mi propia casa.  Un día estaba ministrando a un grupo de jóvenes, hace unos siete años.  De repente, al poner mis manos sobre la cabeza de una muchacha, cayó al suelo pegando gritos.

Me arrodillé frente a ella y seguí ministrándola, reprendiendo en ella los espíritus raros que se manifestaban con movimientos de cuerpo, gritos y sus ojos casi se le salían de las órbitas.

Después de agitarse como una culebra y gritar por un rato, de repente se quedó quedita.  Cuando se paró, dijo que se sentía libre, tranquila, reposada, muy contenta y se convirtió a Cristo.  Lástima, ahora está apartada.

Días después, alguien me contó que al escuchar los gritos, los vecinos iban a llamar a la policía, pensando que mi marido me estaba ahorcando.

Esa persona, que ya conocía de Dios, les dijo que dejaran eso quieto, que era una ministración de alguien con problemas de demonios y el asunto no pasó a más.

Otro día fui con tres hermanas a una casa, a orar por una muchacha de la que decían estaba poseída por un espíritu de hechicería.

Una de las tres que me acompañaban fue por curiosidad.  Yo le dije que fuera, pero le advertí que se mantuviera cantando y orando, mientras se ministraba.

Le dije: «No importa que no se sepa muchos cantos.  Con sólo que se mantenga repitiendo: la sangre de Cristo tiene poder...».

Mientras que una la sostenía, otra le decía al oído: «fueraaa, fueraaaa, demonioooo, tu no tienes que hacer nada aquí».  Pero el diablo gritaba: «no, no, por favor, yo no me quiero ir...».

Y mientras eso ocurría, la muchacha curiosa debía de estar cantando, pero de repente sintió miedo, se quedó callada, luego se quitó de ahí y hasta quería salir corriendo del susto.

Gracias a Dios fue liberada la mujer del espíritu de brujería, luego de vomitar sangre y cosas raras.

Una guerra de verdad

Los demonios no son cosa de película, son reales, existen y pueden influir, atormentar, hatar y atacar cuando la gente está fuera de la protección de Dios.

Los demonios son espíritus que cumplen misiones definidas por su líder: el diablo.  La Palabra de Dios nos habla que el fin del diablo y sus demonios se resume en matar, robar y destruir.

La gente no lo sabe, pero estamos en constante guerra contra esos seres invisibles, todos los días, todas las noches, a todas horas y por eso debemos aceptar a Cristo como nuestro Salvador, obedecerlo como nuestro Señor y servirle sólo a Él.

Por eso debemos mantenernos orando, ayunando, clamando, trabajando en los negocios del Padre Celestial y Él se encargará de protegernos y de administrar nuestros negocios.

En el salmo 34, se nos dice que: «el Ángel de Jehová acampa alrededor de los que le temen y los defiende»; el salmo 91 nos habla de que ángeles nos cuidarán de que nuestro pie no tropiece.  Que no tropiece ¿en qué?, idiay, en las trampas de los demonios.

Pero las promesas de Dios, que son muchas y tienen que ver con protección, prosperidad, dirección, salud y, por supuesto, vida eterna, son para quienes se encuentran en Cristo.


Mensaje a los incrédulos

¿Por qué hay personas a las que el diablo y sus demonios nunca molestan?  Porque ya esas personas son del diablo y participan de sus actividades, pero en su ignorancia no saben que están en peligro de ser robados, destruidos e incluso matados por aquel a quien sirven.

Si usted me dice: ¡Ay Tere, no me venga con esos cuentos!  ¡Los demonios no existen!  !EI diablo tampoco!  ¡Mucho menos el infierno!

Entonces, si eso fuera así, Jesús habría mentido y todo lo que dice la Biblia no es cierto.

Dice usted que no cree en demonios pero fuma... ¡Ahí tiene a un demonio, carcomiendo su salud de poquito en poquito, hasta llevárselo a la tumba.

No cree usted en demonios pero toma licor... ¡ese es otro demonio¡  Y si a ese le agregamos otros espíritus, entonces usted se topará con gente que habla mal de los demás, dice mentiras, roba, le desea el mal a la gente, siente odio, rencor, ansiedad, temor, depresión, tiene malos pensamientos, practica pecados sexuales...

Una vez fui a visitar un hogar en donde el esposo era alcohólico, el hijo drogadicto y una hija tenía una enfermedad mental que la mantenía en silla de ruedas.


Batalla espiritual

Me puse a orar por la muchacha, le puse la mano sobre cabeza y me quitaba con un fuerzón terrible, hasta me aruñaba la muñeca.  Dios hizo una sanidad en la muchacha, pero hicieron falta más visitas a esa casa.  No volví porque a la señora que me acompañaba le entró miedo, y no es conveniente llegar sola a ministrar enfermos ni cautivos.

También Dios se glorificó en la sanidad de una jovencita que tenía problemas en sus ojos.  La operaron en Estados Unidos.  A la hora en que la estaban interviniendo estuve orando en la casa y Dios hizo la obra.

También en la iglesia a la que asisto he participado en liberaciones de gente de toda clase.

Lo que más está afectando a los hogares es la infidelidad, el adulterio, la violencia doméstica, el licor  y los demás vicios.


¡Cuidado con la hechicería!

En Escazú la hechicería es algo tremendo.  A veces entro a una casa y de repente siento algo feo, como una opresión en la cabeza, seguida de ansiedad, de desasosiego y ganas de salir corriendo de ahí.

Una vez entré a la casa de una señora, y desde que llegué le dije: "mire, el ambiente de este lugar está muy contaminado, los aires están saturados de demonios, de espíritus malignos de opresión".

Cuando uno empieza a orar, hay gente cambia de actitud, empiezan a mirar muy raro, a toser y Dios nos da el don de ciencia, que permite saber qué clase de espíritu es el que está dañando a esa persona.

Como le digo, yo no tengo nada especial, soy una mujer humilde que aún sufre, ya no tanto con mis propios padecimientos sino con las dificultades de mis hijos.

Así como usted me ve, vieja y a veces achacosa, el Señor se glorifica en mi vida, enviándome a orar por las personas, a rogar por la sanidad de la gente en Su Nombre y a consolar a los afligidos, esa es mi misión y doy gracias a Dios por haberme escogido, pese a mis limitaciones.  (Fin)


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